miércoles, 23 de septiembre de 2009

EL PAN QUE NO COMERAS

Un día miro hacia abajo estando desnudo (no es habitual que mire mi cuerpo) y veo en medio del abdomen una prominencia, justo en el ombligo un promontorio.Despacito, para no despertar sospechas, y mirando para otro lado, dirijo el dedo índice y el mayor hacia el ombligo en cuestión, como dos piernas minúsculas, paso a paso se acercan al promontorio. El índice es el que toma la iniciativa y realiza la inspección, en ese momento comenzó a salir de mi boca un silbido muy agudo, de protesta creo, estaba confirmando la sospecha. En la zona aledaña al promontorio mi dedo noto que la piel no tenía apoyo firme. Al momento y bordeando con suavidad el ombligo llegó la confirmación, tenia una hernia. Una hernia umbilical, hernia de mujer que era lo peor, ya que es raro que aparezca en el sexo fuerte. Hubiese aceptado con resignación una hernia inguinal aunque me doliera el escroto, pero, esta me molestaba sobremanera, lo que dolía era el orgullo. El índice y el pulgar transpiraban, la mano también participaba y al poco tiempo el cuerpo se humedecía nervioso.Dejé pasar unos minutos, el silbido se hizo mas grave hasta que cesó. La transpiración se evaporó. Todavía desnudo, con los dos dedos sin saber que hacer, vi la palabra hernia titilando en el espejo. Lugo apareció cirugía, hospital, anestesia inyectable, médico, trombosis, todo por algo que no me pertenecía, que no me correspondía, que era un problema de mujeres. Esto no solo afectaba mi hombría (bien macho que soy) sino que cambiaba todos los planes, estaba a merced de un simple hecho anatómico. Tengo que adelgazar, pensé. Si bien no soy obeso, tengo mis kilos bien ganados. La cintura, que es la zona en cuestión, ha pasado de setenta y cinco centímetros a ciento cinco, un respetable aumento resultado de la vida sedentaria que comencé después de los cincuenta. Pero tenía remedio, dejaría de comer pan.Esta decisión representaba un revuelo en la familia ya que todos, hasta el perro, eran adictos al pan. Era un doble desafío recuperarme de la adicción estando inmerso en un hogar de adictos, no era fácil. Dicen que en el pecado esta la penitencia. Pues se ve que era grave pecado esta adicción ya que la penitencia se mostraba como algo durísimo. Todos los días nos sentábamos a comer y los platos preferidos ameritaban acompañarlos con pan, pan tostado a la mañana con el desayuno, a media mañana un sándwich de algún fiambre con unas hermosas y cuadradas rodajas de pan esponjoso y blanco.Al medio día, guisos, ensopados o comidas con salsa que invitaban a chapotear con el pan crocante que especialmente compraba mi mujer en la panadería mas lejana, “porque es saladito” decía. Recurrí a un cura amigo para pedirle orientación. La pregunta era: ¿como soportar el proceso? Un tarde, en la sacristía, Jesús, así se llamaba el cura, me dijo - Hijo mío, aunque éramos de la misma edad, tienes que ser fuerte, opinión acertada pero obvia, los caminos del señor son misteriosos, tanto es así que nunca pude encontrarlos, seguramente con tu fé, la fe mueve montañas, y la dinamita también, padre, entrégate al señor en cuerpo y alma, él te ayudará, el sufrimiento carnal te acercará a Dios.Esta ultima frase dicha por Jesús quedo resonando en mi mente. Planteado el problema tendría que solucionarlo. Fueron años y años de lucha, avances y retrocesos.Tenia que buscar un sustituto para el pan y encontré el tomate, le ponía orégano, sal vinagre y unas gotas de aceite. Los sabores que aparecían en platos rebosantes de rojo y verde fueron un paliativo que duró un tiempo bastante largo, variantes con pequeñas porciones de ajo y algo de pimienta hacían la diferencia. Pero comenzaron los dolores en las articulaciones, acidez, algunas diarreas que me llevaron a descartar el tomate. Muy a mi pesar debía buscar otra cosa. Ya en esa época había bajado veinticinco kilos, me sentía más ágil. Sentía más amor por mi familia, en definitiva, tengo que reconocerlo, me sentía superior por no comer pan y eso hacia que la armonía reinara en mi cuerpo. Con ochenta kilos comencé a buscar el sustituto del tomate, pase momentos difíciles porque no lo encontraba. Se me ocurrió ir descartando alimentos. Primero la carne de vaca, después la de cerdo, el pollo, el pescado. Me hice vegetariano con sesenta y cinco kilos. Mis conocidos miraban asombrados, mi familia también. Recurrí a Jesús nuevamente porque no me gustaban los gestos de desaprobación que veía en todos, el sentenció, “el señor se sacrificó por nosotros”, Yo debía sacrificarme por todos y comencé a donar todo lo que no comía a la iglesia de Jesús. Con cuarenta kilos me nombraron benefactor de los pobres, imagínense el orgullo que sentí, yo, un simple mortal, el vecino de la mitad de cuadra, benefactor, de no creer. Aparecieron pasacalles en las esquinas expresando el júbilo de la comunidad de la iglesia de Jesús. Hombres y mujeres de todas las clases sociales admiraban mis veinticinco kilos y yo también. Pero un día se me ocurrió dejar de comer verduras para donarlas a los pobres y ser el máximo benefactor de todas las iglesias. En la tarde de ese día, sentado en la silla que había dispuesto Jesús a un costado del altar para que pudiera descansar los días que donaba mis alimentos y vestido con un retazo de tela, lo único que me quedaba de la antigua vestimenta que también regalé, comencé a sentir algo maravilloso, veía luz cuando miraba hacia el confesionario, susurros cariñosos y música en mis oídos y me sentí transportado por el aire hasta que llegue a un pedestal ubicado por debajo de Maria Auxiliadora, otra benefactora. Luego de un momento me situé, los mellizos Dimas (le faltaba parte de la nariz) y Gesmas, que ayudaban a Jesús en las tareas de la iglesia, me habían sacado de la silla para poder correrla y pasar un trapo húmedo y dejaron mi cuerpo en un lugar elevado para que no estorbara. La rigidez que tenía mi cuerpo me mantenía en la posición anterior pero sin la silla que veía desde lo alto. Los mellizos siguieron sus tareas mientras yo los miraba con el rabillo del ojo, ya no podía mover el cuello. Apagaron el equipo de sonido y el murmullo cesó. Luego apagaron las luces del altar y se dedicaron a iluminar el lugar donde yo estaba. Nuevamente una luz muy brillante ante mis ojos. El sol comenzó a ocultarse y se encendieron el resto de las luces de la iglesia, las campanas llamaba a misa, seguramente eran las siete menos diez.Algunos feligreses entraron y me miraron asombrados. No pude saludarlos aunque lo intenté. Tímidamente se acercaron, miraron con ternura y compasión y fueron, uno a uno, pasando sus manos por mis pies balbuceando alguna frase que no podía escuchar.Vi con asombro que lentamente se había formado una larga fila de hombres y mujeres que pasaban por el pedestal, unos me tocaban otros me besaban los pies y todos balbuceaban, me pedían algo. ¿Qué podía hacer? Mis pies sangraban por el frotar de las manos y los labios de tanta gente. Alguien con una mancha roja en su mano grito: ¡Milagro, el santo esta sangrando!, se armo un revuelo, todos querían tocarme, los pies me ardían. ¿Seria este un nuevo sacrificio de los que hablaba Jesús? Por suerte una monjita joven y bonita que estaba por allí se interpuso entre los feligreses y mi pedestal. Les gritó cruzando sus brazos y mirando al cielo con sus beatos ojos celestes: ¡Basta amigos, el santo también tiene que descansar!

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